Si Joan Calafat supiera algo de periodismo debería haber sustituido hace tiempo esta columna por la de un cuenta chistes sanitario, por la de un graciosillo a tiempo parcial que sacara en portada a nuestros directivos en lo peor de sus rezos. De hecho nadie llega más lejos y más rápido al cielo que por el camino del humor, y ya dijo Chesterton sin desvelarnos cómo que la risa sería la religión del futuro.
Hablo de los asesinatos de París, y no voy a hablar del perfil psicopatológico de los asesinos, que es lo mío y lo que más juego me da para escribir sobre lo que no sé. A cambio escribo de lo que siento en competencia con la noticia que leo junto a la del magnicidio francés: la del personal de enfermería que se manifiesta por la reclamación de sus derechos por el tema de los interinos y de la bolsa única, el hecho de considerar la religión de la lengua (por la que también se dispara) en vez de la religión de la ciencia; el requisito frente al mérito, el conocimiento de la lengua frente al conocimiento de la profesión, o sea, lo de siempre. No sigo porque esa es una caricatura que requerirá una viñeta entera de nuestro Director General del Ib-Salut, Mr. Tomás, sí, ese mismo que disparaba el otro día contra el gerente de atención primaria, Alberto Anguera, dejándolo con el culo al aire.
Hace tiempo que pienso y siento que este espacio lo que hace es reproducir de forma incompleta el dibujo que un ilustrador haría más y sobre todo mucho mejor. Hace tiempo que las cosas que pasan tenían que no haber pasado, y quizá es que toda la enfermedad que nos aborda socialmente no sea la religión, ni el Islam como techo monoteísta, ni las viñetas del profeta, ni el anicoismo ni cosas que riman de forma consonante con la palabra blasfemia.
Quizá el problema de verdad sea sólo el origen de pensar que algo o que alguien es superior al resto, y no porque lo sea sino porque estamos dispuestos a reconocerlo. Estamos siempre empeñados en la superioridad, admirando al superior, mirando a las estrellas desde la alcantarilla, buscando un becerro de oro para colocarlo sobre nosotros, insultándole cuando no lo reconocemos, pero admitiéndolo, admitiendo que existe una jerarquía capaz de algo, capaz de todo.
Reconocer a un Dios es reconocer una superioridad. Reconocer a un ministro de ese Dios es lo mismo que reconocer que existe alguien con una autoridad moral superior, es reconocer que alguien conserva un estatus capaz de decir, condicionar o aleccionar por encima de la razón, y eso es algo que me cuesta dibujar a no ser que sea a lápiz y que se pueda borrar. Si el argumento final de algo y para algo es la existencia de la fe, es evidente que el camino de la razón tiene ahí un stop, una sociedad limitada que tiende a utilizar la razón para unas cosas y la creencia para el resto de las cosas a las que ese pensamiento no puede llegar. Y esa es la peor de las trampas, el peor de los negocios de acuerdos: mezclar lo que se piensa con lo que se siente, y sentir lo que se piensa como si existiera.
Veo la manifestación de la violencia en ese sitio, la formación militar junto a la religión, y entiendo que la mejor forma de dibujar algo es coger el rifle y destilar la incomprensión. Los mandatarios y los periodistas prefieren eludir el debate de la intransigencia y de una religión expansiva, retrógrada y que fomenta la desigualdad comentando que el tema es un “atentado contra la libertad” o “contra la democracia”, o, simplemente, “contra la libertad de expresión”. Yo prefiero decir que es un atentado contra cualquier hombre, que donde tú ves a un periodista o a dibujante yo veo a un hombre o una mujer que tienen el valor de decir simplemente lo que piensan.
Escribir es siempre disparar, lo que ocurre es que lo que se proyecta no siempre es muerte. Escribir es meterse en problemas, dice Sostres, y esa frontispicio se demuestra andando cuando te paran los amigos por la calle, los que te disparan, y te preguntan que “cómo te atreves a”, que “si estás seguro de lo que estás haciendo” o de si has calculado milimétricamente las consecuencias de lo que escribes.
Es lo que pasa cuando no sabes si escribes o si pintas, que tampoco sabes si estudias o trabajas. O sí, que quizá, como decía aquel fundamentalista, primero te estudio, y luego te trabajo.