Escribía aquí el otro día un inocente artículo sobre el uso terapéutico del cannabis, mejor dicho, sobre lo absurdo de que se cree una comisión parlamentaria dirigida por políticos que estudie algo tan científico como eso. Al día siguiente se me inundó la mañana y el resto de los días con mensajes de todo tipo de pelaje sobre los prolegalizadores del canuto a través de las redes sociales, eso sí bien liados y aliados en el escudo del anonimato politizado en que se presentan y se representan.
¿Censura a la libertad de expresión y al debate científico y político? ¿Tormentas de mierda (shitstorms), aquí? Yo que me descojonaba de los de esta plaza, de los Saura y Abril, y resulta que los de aquí eran también los de allí pero sin careto, sin identidad que soporte nombre y apellido. ¿Responder a anónimos, mamá? Para eso está la Fiscalía, gratuita y eficiente. Para tanto papel no hacía falta tan poco cogollo.
Mi madre, Julia, siempre sabia y abstinente del consumo de grifa, dice que la miseria no requiere respuesta. Ella acompaña la frase con un “hijo mío” que le da la fuerza que no necesito para responder a todo ese personal prolegalizador, dedicado en cuerpo y alma a promover su dedicación al negocio y a contener los síntomas de una adicción que ni sienten ni reconocen.
Es lo que tiene que mientras ellos piensan en su libertad yo pienso en la de mis hijos y en la de los suyos. Con la venia de mi madre, dedico una línea a las cartas abiertas y a los insultos, un segundo para encuadrar a los que maliciosa y dirigidamente confunden el debate de la legalización con el del uso terapéutico de la sustancia. Hacía tiempo que no teníamos a tanto paciente tan bien avenido. Hacía tiempo que no explorábamos a tanto enfermo anónimo imaginario con capacidad estertora y residual insultante.
Lástima que en esas condiciones psicofísicas careciera de originalidad saber que todos esos insultos ya me los habían aplicado mucho antes mientras yo me los repetía. Ya saben que me ofrecía para soñar, pero ahora también como terapia intravenosa y como administrador de grageas de THC, a ver si lo que se busca es el rollito y no el principio activo.
Hablábamos de los médicos y sus premios, como si no fuera bastante premio que premiaran a un par premiándonos a todos. Dado el nivel de violencia con el que nos tratan, dado que día sí y día también nos vapulean dudando de la ciencia que en mayor o menor medida hemos acreditado, dado que nos agreden hasta tener que crear planes específicos que lo eviten, dado que nos denuncian la mayor parte de las veces sin “premio para el caballero”, no queda mal en el cuadro que a Oriol y a Manolo los premien mientras nos premian.
Que alguien con la presunta tenencia de sonrisa como Oriol Bonnin, Medalla de oro de las islas baleares, diga que “para evitar un infarto de miocardio hay que intentar ser feliz” es ya de por sí un premio para cualquier persona. Si Oriol ha demostrado que el corazón tiene razones suficientes como para albergar cameralmente alguno de sus sentimientos, debe ser que es así, debe ser que el corazón existe. Deber ser quizá que también puede repararse.
Bien pensado deberían haberle dado un premio por ser feliz intentando restañar con sus manos tanta infelicidad que nos rodea. Debería haberse construido un by-pass, un link que llevara directamente al honor y al premio de evitar sus manos.
Manolo Tomás, premio Top Doctors Awards, dice que le gusta eso de que le premien los suyos, de que lo reconozcan sus compañeros; dice que le va que ese premio no tenga más digitación que la de oírlo y respirarlo en las gargantas de los colegas, como si no supiéramos que esa es finalmente la caja de resonancia en la que se refleja lo que somos.
Puedes vender tu producto al público necesario, al que quiere comprarlo, pero no a los que no sólo no están dispuestos a comprarlo sino que velan diariamente por venderte.
Uno por su contribución al corazón de toda la vida, otro por su contribución al oído, a la garganta y a la nariz. Hablamos de que esos sí que son seres que deberían estar legalizados aunque crearan necesariamente habituación.
Hablamos por boca de ellos, nos descorazonamos entre sus manos quirúrgicas, y entendemos en el magisterio cómo han vivido sus vidas y las de los muchos pacientes que son los que los han engrandecido. Esa es la parábola que define perfectamente la distancia que hay entre saber hacer algo y saber ejercerlo.
A Oriol y a Manolo no los premian. Nos premian a todos los que nos sentimos orgullosos de dedicarle nuestra vida a una parte de la que es de los demás. Enhorabuena, y que nos dure mucho lo que son.