P.- Doctor, ¿cómo es la vida de un adicto?
R.- Básicamente, es una vida sin libertad, sin autonomía, sin capacidad de decisión propia y, por supuesto, sin autoestima, porque alguien que se quiere a si mismo realmente no puede permitir caer en el precipicio que supone una adicción. Teniendo en cuenta que la principal característica de la naturaleza humana es la libertad, casi se podría afirmar que una persona que sufre una determinada dependencia es una persona mutilada, en el sentido de que no está completa. Para estarlo, le falta un elemento primordial: decidir cuándo, cómo y por qué. El adicto jamás decide eso por él mismo. No decide cuándo beber, cuándo dejar de apostar o cuándo dejar de inyectarse droga. Es la adicción quien decide por él.
P.- Dibuja usted un panorama muy negro…
R.- Es que lo es. Pero no confunda mi descripción, que he intentado abordar desde un punto de vista muy realista, con el negativismo que no admite esperanza. Todo lo contrario. Ante todo, un terapeuta debe procurar que su paciente aliente ese sentimiento, la esperanza, porque sin ella cualquier expectativa de recuperación resulta frustrada. El paciente debe creer en sus posibilidades para encauzar su vida, para reponer su autoestima y reconquistar su libertad. Si no lo cree, si piensa que su situación se halla en un callejón sin salida, el terapeuta no puede hacer nada por él. Porque, ante todo, es el propio paciente quien ha de decidir curarse y estar convencido de que ese objetivo está a su alcance.
P.- A partir de aquí, ya corresponderá al terapeuta proporcionarle las pistas adecuadas para abordar con éxito la recuperación…
R.- El terapeuta, en realidad, es un acompañante. Es alguien, dotado, evidentemente, con unos conocimientos técnicos sobre su especialidad y con una experiencia profesional contrastada, que está capacitado para ayudar al paciente a andar el camino al que antes me refería. Ahora bien, y ahí es donde quiero incidir nuevamente, si el paciente se niega a andar ese camino, si no pone de su parte, si no coge el toro por los cuernos y acepta protagonizar su proceso de recuperación, el profesional no logrará su objetivo.
P.- ¿Eso significa, doctor, que el primer paso para la terapia ha de ser la propia motivación del paciente?
R.- Mire, hay muchos tipos de pacientes. Algunos llegan a un centro con la firme voluntad de curarse. Saben que atraviesan un mal momento pero están decididos a superarlo, aun siendo conscientes de que la meta es complicada y ardua. Otros, en cambio, recurren al centro como quien se agarra a un clavo ardiendo. Son hombres y mujeres que han perdido ya gran parte de sus esperanzas, y, en ocasiones, la fragilidad de su estado de ánimo constituye un contratiempo insalvable para la buena marcha de la terapia. En estos casos, como usted decía, es muy necesario que el terapeuta dedique sus esfuerzos iniciales a promover y fomentar la motivación del paciente, ayudarle a que no se vea a si mismo como un caso perdido, sino como alguien con voluntad propia que está plenamente capacitado para aspirar a una vida mejor, en la que las dependencias no tengan sitio.
P.- ¿Cómo se motiva a un paciente que no cree en su capacidad de recuperación?
R.- Escuchándole.
P.- ¿Así, sin más?
R.- Me refiero a una escucha activa, naturalmente. Por lo general, los pacientes con un problema de dependencia o adicción llegan a la consulta del terapeuta con un enorme peso del que necesitan liberarse. Y la única manera de hacerlo es soltándolo. Es decir, hablando. Y los terapeutas debemos escucharle. Esa es la forma más directa y efectiva que tenemos a nuestro alcance para ayudar a nuestro paciente. Porque si escuchamos, es porque el paciente está dispuesto a hablar, y eso es, precisamente, lo que debemos procurar que suceda. Hablaba antes, además, de una escucha activa, y me gustaría profundizar un poco en este concepto. Escuchar no significa tan solo oír palabras o frases. Escuchar es también observar cualquier forma de lenguaje, y no únicamente el oral, que nos transmita el paciente. Hay que observar sus gestos, sus posturas, sus miradas, sus reacciones, y, por supuesto, sus silencios. Los silencios son extraordinariamente importantes, porque tras cada silencio se esconde, a menudo, una realidad que el paciente trata de mantener oculta incluso ante si mismo. Es posible que si llegamos a la raíz de la razón de ese ocultamiento hayamos puesto los primeros y decisivos cimientos de la recuperación del paciente.
P.- ¿Hay una terapia para cada paciente?
R.- Debe haberla, porque solo una terapia personalizada puede aspirar a ser eficaz. Cada paciente, como le comentaba antes, es diferente, arrastra su propia historia personal, sus propios miedos, sus propios fracasos. Los motivos por los que ha caído en una adicción son también propios e intransferibles, no tienen nada que ver con las razones que existan en el caso de otro paciente. En Clínica Capistrano tenemos muy claro que la personalización del tratamiento ha de ser la piedra angular de la terapia que ofrecemos al paciente. En nuestro trabajo no hay recetas estándar que tanto pueden aplicarse a un usuario como a otro, indistintamente. Si lo hiciéramos, estoy convencido de que no lograríamos los porcentajes de curación y de recuperación que, afortunadamente, estamos en condiciones de presentar.
P.- Un aspecto interesante es la relación entre paciente y terapeuta. ¿Cómo debe ser? ¿Por qué pautas debe transcurrir? El terapeuta, ¿ha de ser para el paciente como un amigo?
R.- El terapeuta cumple un papel propio que no tiene nada que ver con los roles que juegan otras personas en la vida del paciente. Eso es muy importante tenerlo en cuenta porque el trabajo terapéutico requiere de unas condiciones que, si no se producen, invalidan y menoscaban las expectativas del tratamiento. Uno de estos requisitos es la distancia objetiva, que no debe confundirse con actitudes de frialdad o de falta de calor humano. Todo lo contrario: el trato del terapeuta para con su paciente ha de ser cálido y próximo, porque solo así logrará despertar su confianza. Ahora bien, el terapeuta no es un amigo con el que el usuario se vaya a marchar de copas cuando termine la sesión. No hay que confundir los términos. ¿Y por qué? Pues, precisamente, porque esa distancia objetiva de la que le hablaba se perdería. El terapeuta ha de mantenerse en todo momento fuera del contexto vital, o del entorno próximo, del paciente. Si se inmiscuye en ese entorno, si pasa a formar parte de él, deba de ser un observador objetivo, y ya no puede ayudar al usuario, por mucho que lo intente. Si marcharse de copas con el paciente fuera una buena estrategia para curarle, entonces los amigos del café serían los mejores terapeutas, y todos sabemos que no es así, que el terapeuta es un profesional cualificado que cumple su papel, ni más ni menos. Tal vez en un momento dado puede tomarse una copa con el paciente, o marcharse de cena con él. Pero para entonces el proceso de recuperación ya debe haber terminado. Solo en ese momento podrá dejar de ser el terapeuta de ese paciente y convertirse en su amigo.