Para la gran mayoría de los observadores de la reciente historia de nuestro país, La Ley General de Sanidad 14/1986 constituye, sin lugar a dudas, uno de los más importantes logros de la democracia española, ya que acercó a un país, en aquellos momentos todavía convaleciente de los efectos del largo y oscuro período de la dictadura franquista, a la modernidad de las sociedades libres y de derechos, cuyo epicentro gira en torno al denominado Estado del Bienestar.
La ley surgió, directamente, del mandato constitucional sobre el derecho a la protección de la salud recogido en el artículo 43 de la Carta Magna de 1978. Su instauración supuso una auténtica revolución en el concepto de la preservación de la salud a nivel individual y colectivo, en tanto que introdujo las condiciones de integridad en la cartera de servicios y de igualdad en el acceso a las diversas prestaciones.
Sin embargo, la ley no se limitó a establecer un sistema prestacional universal. De esta manera, en su artículo 3 fija la necesidad de que la política de salud debe estar forzosamente orientada a la superación de los desequilibrios territoriales y sociales.
Desde este punto de vista, los analistas coinciden en afirmar que la Ley General de Sanidad acabó transformándose en un instrumento singularmente efectivo de redistribución económica: cualquier persona, fuera cual fuera su capacidad adquisitiva, tenía alcance a las mejores prestaciones médicas y asistenciales, laminando, de paso, la dinámica instaurada hasta entonces de que las posibilidades de curarse de una enfermedad dependían del tamaño de la billetera.
Sin lugar a dudas, estamos hablando, por tanto, de una ley revolucionaria, que en su momento trastocó los cimientos del orden social de la época. Una ley, en definitiva, que hizo historia, y alrededor de la cual continúa gravitando, todavía hoy, en pleno siglo XXI, el edificio de la sanidad pública española.
Posiblemente, la pervivencia y longevidad de esta legislación tenga que ver con el consenso político que se logró en esos primeros años de la década de los 80 y que, por cierto, tanto se echa de menos en los inciertos tiempos actuales de disensión y enfrentamiento.
Ahora bien, a ese consenso político fue necesario e imprescindible sumar también el consenso social y, por supuesto, la implicación de los profesionales sanitarios. Fueron ellos, y ellas, con su trabajo y dedicación quienes hicieron posible levantar las paredes de la modernidad sanitaria en España, plenamente vigente aun hoy en día.