Entenderán mis pobres enfermos literarios -mis niños avenidos a adultos sanitarios- que invierta este espacio en felicitarnos a todos por ese gran descubrimiento, que me dedique a desvelar lo que nunca se supo que éramos. El mejor sexo es el que ha dejado de practicarse, es el que aparece como resultado de una pretendida solución a la violencia entre congéneres o el que aparece pintado en un bus para poder jugar con él. Los penes y las vulvas se nos han convertido en un serio problema de transporte.
El sexo, el sentido del sexo, ha dejado de debatirse en sus lugares tradicionales y ha pasado de la boca al papel, de la cama a la parada del autobús. Empieza a pensarse que la verdadera solución a la violencia de género sea que sólo exista un género. El tema es querer imponernos que las diferencias no existen, que no sólo el hombre y la mujer son lo mismo, sino que también lo son el padre y la madre, y el niño y la niña. Nos falta de momento el abuelo y la abuela y el suegro y la suegra, y así sucesivamente. Parece que nuestro pecado original es la diferencia, y que, necesariamente, la diferencia es la culpa de todas nuestras desgracias. Cuando piensas en que necesariamente la diferencia conforma el conflicto, plantéate simplemente a quién beneficia que eso sea así, y a continuación piensa si al que beneficia le sirve para cobrar un sueldo político superior al que cobraría no siéndolo. Ahora somos criaturas en vez de niño o niña. Pronto seremos “entes” en las casillas de los formularios dónde se nos pregunta si somos hombres o mujeres. La izquierda tradicional cree que cambiando el nombre se cambia la cosa, que cambias el nombre y solucionas el follón, que por ese camino llega a la solución de todos los males. Éramos todos “miembros” hasta que vino el PSOE hace años a explicarnos que también hay “miembras”, y no contentos con eso vinieron después a decirnos que al “padre” y a la “madre” había que llamarlos progenitores A y B. Un invento -el de los nombres- de puto progenitor B.
Llega el criaturo porque necesitamos aprender de nuevo a decir las cosas de lo que siempre fuimos y nunca dejamos de ser. Nunca el lenguaje fue tan necesario para no decir nada, absolutamente nada.
Yo, cuando me preguntan lo que soy, intento poner cara neutra y ser lo más de lo epiceno, que era como nos decían que debíamos llamar a aquel sexo neutro, ni duro ni blando sino ambiguo como el de las mariposas, los búhos o las ranas.
Quién nos iba a decir cuando no elegimos nuestro sexo que la solución a las cosas estaba en el “it” de las cosas, en el ello Freudiano a hacernos sanas criaturas. Gracias por dejarnos serlo.