Me ocurría el otro día mientras asistía a la ceremonia de coronación de los estudiantes de medicina de nuestra facultad, una graduación en la que mientras la mayor parte de los políticos se veían los primeros a sí mismos, yo estaba concentrado en la emoción de ver cómo desfilaba la última de nuestras promociones, el inicio de muchas vidas más allá de una profesión. Los primeros y los últimos no sólo han sido una maldición bíblica, han sido la verdadera condena del hombre ordinal, un hombre que desechamos desde que entendimos que “vinvit qui se vincit”, que vence quien se vence. Ver la correlación entre lo que somos y lo que hacemos es darnos cuenta de que realmente no somos nada, simplemente hacemos lo que nos corresponde dándonos respuesta a nosotros mismos. Esta primera promoción de compañeros no es un grupo de seres que es algo, sino un colectivo de personas que va a hacer algo, que va a cumplir con una actividad, y esa es la primera lección que deben entender: no eres nada, estás simplemente habilitado para hacer algo.
La segunda es entender que en la conciliación de saberes está el ser de las cosas. Yo mismo, aquí mismo, en este espacio, estuve en tiempo anterior en la creencia de la errónea gestación de la facultad. Hoy soy parte que contribuye de forma minúscula a hacer de ese proyecto una forma de camino para muchos otros. La grandeza de esa transición contradictoria -se lo explicaba a Joan Calafat el último programa que sabíamos que sería nuestro último programa en canal 4- se debe al decano, a Miguel Roca, que supo entender que el proyecto estaba por encima de cualquier crítica, que supo encauzar sensibilidades distintas, y que -como hombre sabio que es- estuvo a la altura de sí mismo frente a quien no supo estarlo. Por eso, cualquier reclamación adicional sobre mis porqueres en todo esto, por favor, diríjanse directamente a él.
Ver a los alumnos crecer con la idea de llegar a ser capaces de desarrollar un arte como el de la medicina, es el premio que se lleva el espectador que admira el camino, sin ver ni admirar la orla o el birrete. Llegas, posees lo que te entregan, y resulta que cuando te miras las manos te das cuenta de que no tienes nada, de que no llegas a ningún lugar. Llegas cuando eres no cuando tienes. Lo que es y lo que queda es todo ese brillo desnudo entre familias dándose emoción y cariño, todo ese amor que es parte del esfuerzo; todo ese aplauso que Miguel dirigía en su momento hacia el lugar que es el principio de cualquier momento, el de la gente que nos quiere. Pedía un aplauso como último gesto imperativo hacia ellos, como lo pido yo para todos los hombres y mujeres que forman parte de ese proyecto de vida que es dar vida y camino a otras personas. Un equipo directivo decanal, un servicio administrativo colosal y unos estudiantes que nunca dejan de serlo cuando llegan al principio de ese camino sin fin. Volvemos también la vista atrás y sabemos que Juan Calafat se alegraría de ver y de saber que nuevos protagonistas llenarán desde ese granero las primeras y las últimas páginas de su graduada obra. La de seguir vivos.