El anteproyecto de Ley de Protección de la Vida del Concebido y los Derechos de la Embarazada que Gallardón presentó y tramitó en su momento, y del que poco o nada se ha sabido a lo largo de este último año, establece dos supuestos de despenalización del aborto: que sea necesario proceder a la interrupción de la gestación por existir un grave peligro para la vida o salud física o psíquica de la mujer; o que el embarazo sea resultado de un delito contra su indemnidad sexual, es decir, que sea producto de una violación o agresión. Y, en este último caso, siempre que la interrupción se produzca en las doce primeras semanas de gestación y el delito contra la libertad sexual de la mujer embarazada haya sido correspondientemente denunciado.
Sin duda alguna, estas disposiciones marcan una ruptura evidente con el actual marco legal sobre el aborto, que el anterior Gobierno socialista ensanchó de manera probablemente temeraria y poco consecuente, y que el actual Ejecutivo pretendía limitar de forma igualmente no recomendable, ya que su aplicación nos devolvería a un escenario más propio de la década de los 80 que de los tiempos presentes.
La defensa a ultranza que el ministro Ruiz Gallardón realizó de las bondades de la reforma fue rápidamente replicada en la calle, y también desde el ámbito político, social y asociativo. De hecho, pocas opiniones positivas se han escuchado a su favor.
Para unos se trata de una legislación excesiva, y, para otros, insuficiente. Y he ahí donde cunde la preocupación de la mayor parte de los ciudadanos, o sea, entre aquéllos que ni participan de los posicionamientos más viscerales a favor del aborto, ni tampoco comulgan con las actitudes radicales en contra de esta medida.
Sea como sea, y con la legislatura más allá de su ecuador, habría que reclamar a los representantes políticos una mayor capacidad de consenso en temas que despiertan, de forma muy clara, el enfrentamiento social.
Buscar el término medio es siempre el mejor camino para interpretar la voluntad mayoritaria de los ciudadanos, y posiblemente ese sea el principal déficit achacable a una reforma que, de momento, parece indefinidamente condenada a esperar turno en el baúl de los olvidos.